Fecha
3 de diciembre de 2021
La revista ‘CUADERNOS HISPANOAMERICANOS’ nació en 1948 con el fin de actuar como un espacio de encuentro de la creación literaria y el pensamiento hispanoamericano. Además de la edición en papel, cuyos números pueden solicitarse aquí, ‘CUADERNOS HISPANOAMERICANOS’ está disponible íntegramente en formato digital en su página web, en la Biblioteca Digital de la AECID y en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
A continuación os dejamos con la extensa entrevista a Raúl Zurita realizada por Pedro Pablo Guerrero y que también podéis revisar en la propia revista.
DICIEMBRE 1, 2021
«No hay más resurrección que la resurrección en el lenguaje»
POR PEDRO PABLO GUERRERO
Tres fotografías de igual número de cicatrices preceden el texto del libro más reciente de Raúl Zurita: Sobre la noche el cielo y al final el mar (2021). Son el registro de las marcas que han dejado en distintas partes de su cuerpo tres cirugías, la última de ellas una intervención en el cerebro que se le practicó el 2019, en Italia, para disminuir los síntomas del párkinson diagnosticado poco antes de cumplir 50 años.
Como es habitual en la escritura de Zurita, casi un sello de autor, su nuevo libro cita pasajes anteriores de su obra poética, la que no se circunscribe al plano de la expresión verbal, sino que incorpora, como un todo, la imagen y su registro en distintos soportes.
«La portada de mi primer libro, Purgatorio, es la fotografía de la cicatriz de una quemadura en la cara que yo mismo me había causado», advierte el poeta, a través de Zoom, desde su casa en Santiago, ubicada en un tranquilo vecindario entre el cerro San Cristóbal y el río Mapocho, donde vive desde hace 17 años junto a la escritora Paulina Wendt, a quien dedica la novela tal como lo hizo con su anterior libro de poemas, Zurita (2011). «Las tres fotografías con que se inicia Sobre la noche… son las cicatrices que me he causado el tiempo, no yo —precisa el autor—. Esa portada inicial, en cierto sentido, entra en un diálogo con estas fotografías recientes».
En su nuevo libro, el poeta recrea el episodio sin estar seguro de que ocurriera tal como lo cuenta. El narrador dice que se infligió la herida frente a un espejo con un formón al rojo vivo, en la casa de su madre, luego de ser detenido y vejado por una patrulla militar en el invierno de 1975. «Mis amigos creen que/ estoy muy mala/ porque quemé mi mejilla», es el primer texto de Purgatorio, obra que conmocionó y deslumbró a la crítica literaria de su época, marcando, con el tiempo, nuevos rumbos para la poesía chilena. Al final del libro, sobre un electroencefalograma impreso en colores, se puede leer el verso «mi mejilla es el cielo estrellado». Esa página lleva por título «INFERNO» (en mayúsculas).
Purgatorio (1979) refleja la encrucijada personal que atravesaba Zurita en aquellos años. El tránsito imaginario por el inframundo de la Divina Comedia —que le leía cuando era niño su abuela materna, la inmigrante genovesa Josefina Pessolo— se encarnó para el joven autor en experiencias reales como las torturas de las que fue víctima tras el golpe de Estado de 1973, prisionero en un buque de carga, cuando era estudiante de Ingeniería Civil en Valparaíso y militante del Partido Comunista. Tras su liberación sobrevino la ruptura definitiva de su primer matrimonio y regresó a Santiago, donde fue acogido por su madre viuda. Intentó ganarse la vida como pudo, desde vendedor de máquinas de contabilidad hasta ladrón de libros caros que luego reducía. Llegó a ser tan conocido en esta última actividad que le prohibieron la entrada incluso en la librería perteneciente a la editorial que publicó su primer libro. Solo podía mirar los ejemplares del escaparate.
En 1974 conoció a la narradora Diamela Eltit mientras asistía como oyente de los cursos que se dictaban en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile, lugar que se convirtió, hasta cierto punto, en un oasis cultural durante el régimen de Pinochet. En aquel enclave académico, rigurosamente vigilado, enseñaban Enrique Lihn, Nicanor Parra y Ronald Kay, quien lo incorporó a las sesiones de poesía onomatopéyica «Tentativa Artaud», y publicó en el único número de la revista Manuscritos (1975) sus inéditos poemas «Áreas verdes». Junto a Eltit y un grupo de artistas, el poeta formó en 1979 el Colectivo de Acciones de Arte (CADA), que desafió al poder con sus intervenciones públicas, algunas tan sonadas como repartir bolsas de leche en una población o arrojar miles de volantes poéticos sobre la periferia de Santiago, acción que anticipó la escritura en el cielo de Nueva York del poema «La Vida Nueva», acción realizada el 2 de junio de 1982, mediante aviones que trazaron sus versos con letras de humo, en líneas de hasta nueve kilómetros de largo. Once años más tarde, invirtiendo el punto de vista, Zurita tatuó permanentemente la frase «ni pena ni miedo» sobre el desierto de Atacama, inscripción que solo se puede leer desde el cielo.
No fueron “performances”, como las llaman algunos, sino acciones hechas en la máxima soledad, sin fotógrafos ni espectadores ni nada, por un hombre desesperado que está en el límite de su resistencia
La consagración definitiva del autor chileno llegó con obras como Anteparaíso (1982), Canto a su amor desaparecido (1985), INRI (2003) y La Vida Nueva, cuya versión final publicó en 2018. Luego de recibir la beca Guggenheim (1984) y frecuentes invitaciones de universidades norteamericanas, Raúl Zurita consiguió las más altas distinciones en su país: Premio de Pablo Neruda de Poesía Joven (1988), Premio Nacional de Literatura (2000), Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2016) y Premio José Donoso (2017). Entre los galardones más importantes que ha ganado en el extranjero, destacan el Premio José Lezama Lima de Cuba (2006) y el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2020, que confirma el reconocimiento cada vez mayor de su obra en España, sobre todo a partir de Zurita y Canto a su amor desaparecido, ambos publicados por Editorial Delirio, y Tu vida rompiéndose. Antología personal (2015), editada por Lumen.
En sus más de 700 páginas, Zurita compila y reordena prácticamente toda la obra precedente del autor. Sobre la noche el cielo y al final el mar ofrece, a su vez, un viaje al enrarecido Chile de fines de los años 70 y comienzos de los 80, que revela las vidas de artistas e intelectuales tras los bastidores de la «Escena de avanzada». Una pregunta, dirigida al padre del autor, muerto a los 31años de edad, atraviesa y enmarca toda la novela: «Padre, ¿sufre usted cargándome?». La interrogante solo encuentra respuesta al final, en la penúltima página, después de llevar colgando la cabeza cercenada del hijo durante todo el relato.
Según revela Zurita en la entrevista, la idea está tomada de una historia oral que le contó el poeta mapuche Leonel Lienlaf (1969) sobre un cacique al que decapitaron para luego amarrar su cabeza a la cintura de otro hombre, durante la campaña de la Pacificación de la Araucanía, a fines del siglo XIX. Lienlaf también recogió la historia en uno de sus poemas más conocidos («Le sacaron la piel»).
El procedimiento de una pregunta inicial que solo se responde en las últimas páginas Zurita lo había usado en Canto a su amor desaparecido, donde otro padre interpela al poeta en la primera página del libro: «Ahora Zurita —me largó— ya que de puro verso/ y desgarro te pudiste entrar aquí, en nuestras/ pesadillas: ¿tú puedes decirme dónde está mi hijo?».
Aquella escena de ecos bíblicos, «incrustada en el inconsciente colectivo hasta formar parte de nuestra estructura mental», según Zurita, remite a un autor que el poeta chileno admira desde siempre: el Thomas Mann de José y sus hermanos, cuya frase «Hondo es el pozo del tiempo» se repite tres veces en Zurita. «Juan Rulfo es otro de mis héroes, aunque a mí se me dieron obras más extensas», reconoce.
Queda la impresión de que sus últimos dos libros son un trabajo de reescritura y reinterpretación de toda su obra anterior. ¿Siente que escribe siempre el mismo libro o que cada título que publica es uno nuevo?
Las dos cosas. Siempre voy tomando algo de lo que he hecho para desarrollarlo de otra manera, porque lo veo como una obra en progreso y tengo la sensación de que finalmente esto termina en un solo conjunto, que ni siquiera se cumple en el libro; lo más probable es que se cumpla fuera del libro. Instalaciones como «El mar del dolor», que hice hace dos años en la India, o la escritura en el cielo o en el desierto, para mí son tan poemas como el más ortodoxo de los sonetos. Sobre la noche… es un poema que tomó la forma de novela o una novela-poema, como alguien dijo, lo que me pareció correcto, porque no soporto lo que suele llamarse prosa poética; existen grandes poemas prosa, que son extraordinarios. Entiendo lo que quieren decir, pero prosa poética es un sinónimo de relamido. ¿Por qué no le habré puesto al libro el subtítulo «poema»? No me habría costado nada, pero se me ocurrió cuando ya estaba hecho.
¿Este libro es una tentativa de explicarse actos autodestructivos que hoy resultan incomprensibles?
Lo primero que quiero decir es que no fueron «performances», como las llaman algunos, sino acciones hechas en la máxima soledad, sin fotógrafos ni espectadores ni nada, por un hombre desesperado que está en el límite de su resistencia. En Sobre la noche… hay un recuerdo que me es particularmente doloroso: la escena donde la madre le pregunta al hijo: ¿cómo pudiste hacerte eso? Pero la poesía es un arte que tiene vocación de extremos. Tú en la vida puedes ser lo que quieras: un socialdemócrata, un democratacristiano o lo que desees, pero no en el arte. Yo sobreviví a una dictadura y a mi propia autodestrucción. Si me hubiese resultado en 1980 el intento de cegarme con amoniaco como está descrito en Sobre la noche… lo más probable es que a las dos semanas me hubiese suicidado, pero entendí también algunas cosas: una de ellas es que el dolor físico mitiga al dolor, y que mucha de esa gente, sobre todo jóvenes, que se inflige quemaduras y se tajean lo hacen para quitarse la angustia. Después de ese intento, empecé a escribir Anteparaíso, donde todo tiene que ver con la mirada. Si no lo hubiera intentado nunca habría escrito ese libro atravesado por los 15 versos escritos por cinco aviones que se iban recortando contra el contra el azul del cielo de Nueva York.
La poesía es un arte que tiene vocación de extremos. Tú en la vida puedes ser lo que quieras: un socialdemócrata, un democratacristiano o lo que desees, pero no en el arte
¿Considera el golpe de Estado y su posterior detención como un trauma del que su obra poética ha sido un intento de cura o terapia?
A mí me apresaron en la mañana del golpe de Estado junto a miles de otras personas y fuimos llevados a la bodega de un barco. No alcancé a estar allí 30 días pero me dije después que si iba a hablar de tal forma que la gente creería que estuve en esa bodega 30 años. No sé si escribir ha sido o no una sanación. Puedes estar en medio de una crisis, pero de pronto juntas algunas palabras que nunca ante se habían juntado y sientes una dicha tan increíble, tan enorme, que es como si el cielo se abriera. Es la emoción artística que se hace una con todo lo que se ha escrito y que se escribirá en esa simultaneidad infinita de todas las escrituras. Es el arte el que nos rescata de la tragedia y alguien, en este momento, está escribiendo el poema que nos salva del abandono, del dolor y del inevitable fin. Alguien en este segundo está escribiendo los evangelios porque no existe ni ha existido ni existirá nadie que no haya exclamado o que no exclamará «Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?» sintiéndose el ser más solo y desdichado de la tierra. Y esa frase es tan universal, tan absoluta, que no basta un ser humano para pronunciarla, sino que hubo que inventar un Dios para que la dijera. Hace poco vi una película italiana que me maravilló: se llama Lázaro felice. Es la imagen más conmovedora que yo haya visto de la bondad y de la pureza. Son cosas que se me vienen para decir lo indecible, para decir que a fin de cuentas el soneto de Quevedo «Amor constante más allá de la muerte» es uno de los más enigmáticos y bellos poemas jamás escrito y que quien haya tenido un segundo de amor se ganó su Paraíso. La muerte es definitiva y está más allá del lenguaje y el amor es exactamente la última barrera frente a ella. Es, creo, la profunda hermandad del amor y la muerte: el amor es urgente porque nos vamos a morir. Si fuéramos inmortales no necesitaríamos del amor porque tendríamos la eternidad para experiméntalo todo. Los dioses se ponen los cuernos, se violan, experimentan celos, ira, violencia, incluso compasión, pero no se aman.
Llama la atención en Sobre la noche… que el narrador evoque la dictadura como época de miedo y de hambre, pero a la vez afirme que se podía experimentar una extraña felicidad.
Recuerdo a Alfredo Jaar, un artista visual chileno que hoy es uno de los más notables del mundo, que a los veinte años, en plena dictadura, ponía en las vallas publicitarias la frase «¿Es usted feliz?». Yo respondería que sí, que a veces fui feliz, en medio de todo ese horror a veces fuimos felices. También había cosas cómicas, divertidas, y todos tenemos derecho a ser felices aunque sea por unos minutos, en medio del Apocalipsis. Resulta casi inimaginable lo que significaba el otro para ti. Recuerdo conversaciones al borde del toque de queda que aún me emocionan porque el otro o la otra era lo único que tenías: tu amigo, tu amor. Porque cruzar la noche solo es más difícil…
En su novela, el CADA juega, sobre todo al principio, el papel de esa compañía para atravesar la selva oscura de aquellos años. ¿Qué rescata de esa experiencia colectiva en la que usted participó?
El CADA fue importante por algo casi invisible: demostrar que se podía salir a la calle y hacer gestos subversivos. Tan simple como eso. Después vino una serie de especulaciones teóricas, pero eso fue lo fundamental. Un desacato. Ronald Kay lo definió muy bien, le puso «la escena insumisa», un pensamiento que no se somete, que no se resigna. Para mí, el CADA termina en 1983, que es cuando alcanza su tono mayor. Siento que después las cosas se hicieron sin la misma fuerza. Me quedo con que una serie de ideas mías que participaron en ese proyecto. ¿Qué queda de todo eso? Yo creo que los afectos, a pesar de todo.
En Zurita, colocas al comienzo del libro un texto, «Qué es el Paraíso» (1978), que parece una especie de arte poética. En él se afirma que «El cielo es el lugar que llenamos con las carencias de la vida». ¿La poesía es un trabajo de compensación?
Creo que sí. Pero en el arte la compensación debe ser desmesurada o no es arte. Por ejemplo, a Miguel Ángel le pegaron un puñete en la nariz, se la aplastaron. En «El Juicio final», San Bartolomé sostiene el pellejo de su propio cuerpo colgando de una mano, porque murió desollado vivo. Miguel Ángel pintó su cara en ese pellejo. Imagínate, el tipo se autorretrató hasta la locura. Eso ya es una compensación desmesurada que no guarda proporción con ninguna ofensa recibida ni con ningún acto cometido. Habla de violencia y belleza; la belleza es profundamente violenta.
¿Violenta con quién? ¿Con el propio artista o lo que debe ser violento es el efecto que busca conseguir en el espectador?
No busco causar ningún efecto en un espectador. Busco causar un efecto en mí. El arte es una profanación permanente, incluso el arte cortesano. El solo hecho de que exista es visto por los poderes como un peligro latente. El mercado del arte, las industrias editoriales pueden imbuirlo todo con un sentimiento de falsa seguridad, de pax romana, pero el conflicto está allí. El exceso de belleza es intolerable para el mundo. Ese exceso es la violencia del arte, su potencial desquiciador y de allí que la poesía sea el intento más vasto y desesperado por decir con palabras de este mundo cosas que ya no están en este mundo. A menudo cuando escribo me embarga una sensación extraña; es como si estuviera rindiendo un examen en el cual los examinadores han desaparecido. Ignoro cuáles son las preguntas, pero debo responderlas a como dé lugar sabiendo de antemano que, sea cual sea tu respuesta, será siempre una respuesta equivocada y que el castigo por ese error es horroroso. Estás en el centro de la plaza, la pira está encendida y te espera. La escritura es como las cenizas que quedan de un cuerpo quemado. Es un sacrificio absoluto y al mismo tiempo es la suspensión de la muerte. Es algo concreto, cuando se escribe se suspende la vida y por ende se suspende también la muerte. Tal vez no hay un antes y un después, y el instante en que estás siendo quemado por el error de tus respuestas es el mismo instante en el que están siendo quemados ese cúmulo interminable de respuestas equivocadas a las que, como en un sueño, hemos llamado El Quijote, Hamlet, Inferno, Los hermanos Karamazov, Residencia en la tierra. La belleza total es intolerable y creo haber dicho alguna vez que cuando la humanidad entera se arrodille llorando frente a La Pietà, el mundo habrá llegado a su fin. Entre tanto solo tenemos nuestras ruinas, nuestras mínimas desventuras, nuestros pequeños y grandes amores, nuestras canciones, nuestro horror, nuestras muertes.
A fines de los 70, te definías como un «trabajador del arte» que laboraba en la corrección de su propia experiencia. ¿Dice en un sentido figurado o en un sentido literal que los muertos también participan de esta posibilidad de corrección? de esta posibilidad de corrección?
En ambos. Estamos rodeados de muertos. Eso no significa que los muertos estén vivos, pero si uno piensa en esa frase de Salvador Allende poco antes de morir, «Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor», te das cuenta de que esas palabras afectaron profundamente el corazón de tantos chilenos, que por esa frase el triunfo del fascismo no fue absoluto. Entonces yo creo que estamos rodeados de muertos, y es en ese sentido que hablo de los muertos y los vivos. Cada vez que uno habla le da la oportunidad a quienes han hablado antes, de que vuelvan a tomarse la palabra. Es algo, después de todo, bastante simple: venimos, somos, y cada uno es el resultado de una saga inmemorial de difuntos que terminan en nosotros. Es una cadena que no se cortó, pero que se podía haber cortado si alguien en el año 100.000 a.C. —que iba a engendrar un hijo o una hija que a su vez sería la madre o el padre de… y así hasta llegar a ti— se hubiese muerto antes, y entonces es tan concreto como que tú o yo no estaríamos. Somos sobrevivientes de una larga cadena de difuntos y a través de esa cadena se van traspasando las hablas, los lenguajes, con todas las modificaciones que tienen; yo puedo decir «papá» porque muchos han dicho «papá», una montaña es una montaña porque una infinidad de seres ya han dicho «es una montaña». Ello implica una cierta dimensión moral porque de nuestras acciones depende que toda esa cohorte de seres que nos han precedido vuelva o no a tener una nueva vida. Yo creo que en «Alturas de Macchu Picchu», ese poema de Neruda, eso está expresado de un modo magistral. Cuando él siente que los muertos vienen a hablar a través de su boca nos dice eso; que todos los que nos han precedido toman la palabra cuando nosotros hablamos. No hay más resurrección que la resurrección en la lenguaje. Todos volvemos a vivir en nuestras lenguas.
No puedo dejar de preguntarle algo. ¿Qué opina de la crítica sistemática de la que viene siendo objeto la poesía de Neruda desde hace décadas, sobre todo desde la antipoesía, y los llamados a la cancelación de los últimos años?
La lectura común de la antipoesía es que si a duras penas uno puede hablar por uno mismo, cómo se va a ser tan engreído de creer que habla por los demás. No, es todo lo contrario; el engreído es el que cree que habla por sí solo. Respecto de la cancelación, creo que es una idiotez. Yo entiendo que la misión de los poetas y las poetas, de los artistas y las artistas, no es la santidad ni la iluminación. Ahora bien, de lo que se acusa a Neruda es, sobre todo, de aquel episodio con la muchacha de Java, un acto de lo más deplorable, pero admitamos que no es algo de lo que Neruda se sienta orgulloso; por lo menos se arrepiente y lo dice. Si él no lo hubiera contado, nadie lo hubiera sabido. Entonces hay una voluntad real de enmendar. Recuerdo, por último, una frase muy inteligente de la poeta canadiense Anne Carson cuando vino a Chile y le preguntaron sobre lo mismo: «Tenemos suerte de no saber nada de la vida privada de Platón». Cierto. No sabemos qué pasaría si conociéramos su vida privada.
¿Qué pensaba usted de la antipoesía en los años de su apogeo?
«Los poetas bajaron del Olimpo», decía Nicanor Parra. Esa frase fue el emblema de la antipoesía. Bien, me dije entonces, ya bajaron, se tomaron sus buenas vacaciones, ya se emborracharon y farrearon lo suficiente, y ahora de nuevo al Olimpo, de nuevo a subir, a trabajar. La poesía es un arte mayor que en la forma que la conocemos tiene más de tres mil años y esa forma se está muriendo. No la poesía, porque ella comienza con lo humano y se apagará con él, sino ese gran arte que nació con la escritura y que se plasmó en Homero y en los grandes textos arcaicos; me refiero a la poesía en la forma en que la conocemos hasta hoy y lo que menos se merece es morir con una cierta grandeza. Nicanor Parra trajo una cosa tan vital precisamente porque desató, desamarró esa visión del poeta que tiene contacto directo con las alturas. La poesía de Nicanor Parra es la reivindicación de las palabras obreras frente a las palabras sagradas. Allí aparecen los chistes, las frases escritas en los baños, los discursos de los charlatanes y de los predicadores de feria, es decir, incorpora el lenguaje de la calle en su sentido amplio, y representa este fin. Su proyecto no era menor en su ambición que el de otros grandes poetas chilenos. Está muy bien, pero es algo que descansaba en gran parte en su magnetismo personal. Se sostienen mejor sus poemas que sus antipoemas, pero sabemos tan pocas cosas, y es posible que yo y todos nuestros afanes, sean parte de algo aún impensable: y que nosotros, yo, todos los poetas de los últimos tiempos seamos los rapsodas de un nuevo Homero que fijando nuestros poemas, nuestros textos, nuestras novelas, relatará un nuevo comienzo, una edad futura emergiendo desde las cenizas y ruinas en las que nos hemos convertido. Es posible que si sumáramos todo lo que estamos escribiendo posiblemente esa suma entonaría un canto a un nuevo mundo. O bien a su final. Pero si va a ser un final, tiene que ser un final terrible y esplendoroso como lo ha sido la historia humana.
Acabas de decir que la poesía en la forma que la conocemos se está muriendo. ¿En qué reconoces esta agonía?
La poesía agoniza sepultada bajo montañas y montañas de poemas autistas, de poemas que no traspasan el ámbito de las emociones privadas, de mi angustia, de mi dolor, de mis incertidumbres, poemas opacos sin vuelo ni belleza de la que generalmente no se entiende nada y no porque toquen las esferas más altas de la realidad, sino porque se refugian en las zonas más pobres y fáciles de la irrealidad. La antipoesía fue precisamente la gran crítica a toda esa palabrería de loros en la que no se entiende nada. Yo como lector quiero entender, quiero ver, quiero sentir. Los grandes poemas son como esos sueños que no mueren al despertar. Ahora la grandeza es la grandeza. En una imagen recurrente veo a muchedumbres recitando en voz alta a Walt Whitman frente al estruendo del mar y en otra a un ser solitario que inclinado sobre el cuerpo de un moribundo le recita al oído el soneto de Quevedo. Para mí esas son como imágenes de la grandeza: no son me parece malas imágenes para el fin de la poesía.
Desde «Áreas verdes» y Purgatorio hasta «Últimos sueños para Kurosawa», uno de los últimos textos de Zurita, ¿cómo explica el desplazamiento desde formas como el teorema, procedente de la lógica matemática, hacia un lenguaje cada vez más narrativo?
Sí, mira, eso se lo debo fundamentalmente a la literatura norteamericana: la gran poesía de Charles Olson y otros poetas que manejan un coloquialismo, distinto al de Parra, que te permite hablar de cosas tremendas con el lenguaje de todos los días. La narrativa norteamericana también ha sido importantísima para mí. He leído con devoción a Hemingway y a Faulkner, como sigo leyendo con devoción a Dante, Rimbaud y Joyce, quizás los tres autores que más me han marcado. Sé que Joyce es un autor que a muchos les cuesta leer, pero es genial incluso en el Retrato de un artista adolescente y para qué decir en el monólogo final del Ulises. Admito que Finnegans Wake es un libro que no he leído, pero si algo te puede influir más que un libro que has leído es uno que no has leído.
Has dicho en entrevistas anteriores que, a partir de Rulfo y García Márquez, la narrativa, y sobre todo la novela, se convirtió en la gran protagonista la literatura latinoamericana desplazando a la poesía de su lugar central. ¿Crees que ha llegado la hora de disputarle nuevamente el campo?
No es una disputa. Las grandes apuestas y las grandes visiones se estaban jugando en Hispanoamérica en la narrativa, y la poesía, entre tanto, se había vuelto sobre sí misma, se interrogaba sobre sí misma, pero de tanto mirarse extravió el mundo. Pero esto tampoco es absoluto, hay grandes poetas que escribieron paralelamente cosas extraordinarias como Joan Margarit o Antonio Gamoneda en España o Jorge Teillier y Enrique Lihn en Chile, pero es un tono y ambición, ambición artística menor. Aunque, después de todo, ¿qué otra cosa son las obras de García Márquez, de Rulfo, de Vargas Llosa, sino extraordinarios poemas que tomaron la forma de una narración, su respiración, su ritmo, su turbulenta inmensidad? De pronto un poema de dos líneas como los de Alejandra Pizarnik demuele las miles de páginas de la más ambiciosa de las novelas, pero eso sucede rara vez y frente a eso solo nos queda la mudez y la emoción. No puedes añadir nada. Pero creo que, más que su perfección, son las imperfecciones de las obras maestras lo que las hace legibles y por ende las hace participar de la historia. Creo que la primera condición para saber que lo que uno hace podría tener una validez para otro es que la tenga para uno, aunque eso signifique tu destrucción. Si lo que uno hace, con todas sus limitaciones, te importa al punto de la autodestrucción o de la locura, entonces tendrá sentido que publiques. Aunque jamás sepas, más allá de las típicas firmas de libros, quiénes son los que te leen, esos lectores son los que curan las palabras que escribes, las alivian, las acomodan. Nunca pienso en el lector cuando escribo, pero sé que ese hipotético lector al leerte y cuidar tus palabras, de un modo misterioso te está curando a ti, y, aunque jamás lo veas ni sepas quién es, se lo agradezco.
¿En qué proyecto trabaja ahora, después de publicar Sobre la noche el cielo y al final el mar?
Fue un libro pesado, con el que tuve una serie de dificultades, enfermedades y esas cosas, que me lo hizo muy difícil incluso físicamente: me costaba mucho, por ejemplo, apuntarle a las letras del teclado, y el dictado no era opción. Ahora estoy haciendo una cosa nueva, que me tiene fascinado: letras de canciones. Fue la forma de salir un poco de Sobre la noche… y entrar en algo distinto y más entretenido. Escribir esas letras fue un respiro, un alivio, un nuevo aliento. La historia es simple: un amigo joven que es un notable guitarrista, el editor Aldo Perán, me hizo escuchar unos acordes que le había sacado a la guitarra eléctrica y, de inmediato, sin haberlo hecho nunca antes, se me vino una letra y decidí seguirla. Se la mostré y empezamos a juntarnos; comenzaron a salir otras canciones, y de pronto éramos un grupo, que se llama «Unidad Popular». Mientras dure estará bien. Me he referido a esas canciones como canciones de locura, de amor, de la cercanía vertiginosa de la muerte y que esté allí quien amo.
Hace siete años publicaste una versión de Hamlet, pero siempre has dicho que su gran proyecto es traducir la Divina comedia. ¿En qué va eso?
Lo tengo suspendido. Es demasiado trabajo y he visto que siguen apareciendo traducciones, algunas de ellas muy buenas, como la de José María Micó, aunque él opta por no seguir la terza rima y —no lo digo como una crítica—, pero sin rima la Divina comedia se desarma. Luego pienso, ¿lo que he estado haciendo será mejor que esto que acabo de ver? Tengo partes de las que me siento orgulloso: algunos fragmentos, unos cantos, más o menos terminé el Inferno, pero en un momento se me hizo todo un poco cuesta arriba.
A sus setenta años, con todo lo que ha pasado, con heridas, operaciones y sus cicatrices a cuestas, ¿se considera un sobreviviente?
Es tan breve todo esto, es tan rápido vivir; estamos hablando y esto pasa en un segundo. La sensación es que voy dejando las huellas de mi existencia y no porque crea que ella tiene algo especial, sino porque más allá de todos los juicios, es una existencia común. El tiempo va dibujando obras absolutas y paradojales que solo viven en mí, hasta que de tanto en tanto algunas salen a la superficie y las ves; una de ellas fue la escritura en el cielo, otra fue las escritura en el desierto, otra son 22 frases proyectadas con luz sobre los acantilados, que probablemente se haga, pero hay tantas otras que son imposibles. Entonces te preguntas cómo volcarse entero, no guardarse nada, porque de pronto me apena el haber sido el único espectador de obras alucinantes que se irán conmigo. Todo ser humano es el único espectador de escenas increíbles, de novelas fabulosas, y que irremediablemente morirán para siempre. Todo pende de un presente, de un hilo infinitamente tenue, pero en cada segundo de nuestras vidas están contenidas todas las vidas. Es como si en el pasado todo existiera menos el pasado. En rigor, Sobre la noche… es un capítulo de Zurita como lo es también El día más blanco. Es el afán de totalizar, pero es algo que a veces no se entiende porque es finalmente el intento de construir una obra que sea paralela a la vida. Los tipos que no te quieren hablan de grandilocuencia, vanidad, egolatría, pero eso es entender tan poco. Puesto en la disyuntiva totalmente inverosímil de que te dijeran usted en esta vida va a ser Miguel Ángel, pero su condena es que se va a llamar Raúl Zurita y nadie, absolutamente nadie va a saber ni ahora ni nunca que usted pintó los frescos de la capilla Sixtina ¿usted los habría pintado igual? Y creo que mi respuesta, al igual que la de muchos, habría sido sí.