Fecha
3 de septiembre de 2014
El cruce de los pirineos en pleno enero había sido devastador. La estancia en los campos de concentración franceses infame. La espera en el muelle de Trompeloup–Pauillac, angustiosa.
“¿Oficio?”, preguntó la voluntaria francesa que registraba a los españoles seleccionados para embarcar en el barco fletado por el gobierno de Chile para viajar a ese lejanísimo país. “¡Alcornoquero!”, respondió un vozarrón que salía de un cuerpo estragado. “C’est quoi?” “Pues trabajar el alcornoque. Hacer corchos, joder.” “Il n´y a pas de Alcornoques au Chili”. “Pues si no los hay, los habrá”, y el vozarrón agazapado en ese cuerpo escuálido se encaminó hacia la pasarela.
La travesía –Azores, Guadalupe, Panamá, El Callao, Arica- una mezcla ácida de desaliento y esperanza, de dolores enquistados y nuevas ilusiones; de rabia, congoja, anhelos y sueños que parecía que se podían volver a soñar.
En la madrugada del 3 al 4 de septiembre de 1939, el Winnipeg hace su entrada al puerto de Valparaíso. Los más de dos mil pasajeros del Barco de la Esperanza están cansados. Cansados tras una larga noche. Cansados tras una larguísima travesía. Cansados de tener pena. Cansados de tener hambre. Cansados de caminar, de navegar. Cansados de ser desplazados, desarraigados, desterrados, expatriados. Cansados de estar cansados.
Se acodan en la barandilla de cubierta a ver amanecer, a ver despuntar el día tras los cerros de Valparaíso.
“Amanece por la montaña”, dicen los que están acostumbrados a ver salir el sol por el mar. “Y los remolinos giran hacia el otro lado”, acota un muchacho; estudiante de magisterio, allá en Asturias, hace ya tanto tiempo.
Lentamente, las luces de los cerros se van apagando. Se distinguen ropas colgadas desde las ventanas, que flamean como banderas de bienvenida. Valparaíso, desde cubierta, les parece una ciudad afable. No es imperial, como Madrid. Ni pujante, como Barcelona. Ni humeante, como Bilbao. Pero les parece –necesitan que les parezca- acogedora. No es el paraíso, pero, al fin y a la postre, al menos, se dice que es “la copia feliz del edén”.
Empiezan a distinguir a un sinnúmero de pequeños seres que van y vienen por el muelle. Cada vez son más. La brisa marina les trae y les quita desacompasados acordes de La Internacional. En el muelle la gente corre y se afana intentando estirar un enorme lienzo. Aguzan la vista intentando descifrar las letras rojo sangre de la leyenda.
El estupor los deja patidifusos, sobre todo patidifusas. Se miran incrédulos, sobre todo incrédulas. El lienzo pone, rojo sobre blanco, en grandes letras de molde:
VIVAN LOS COÑOS REPUBLICANOS
En fin, a poco andar, se darán cuenta que “los coños”, en la jerga chilena, es el apelativo cariñoso con que los lugareños denominan a los españoles a partir de su pertinaz insistencia por intercalar ese epíteto cada dos o tres palabras, en cualquier conversación. No se hable más del asunto. Será parte del bautismo bilingüista hispanoamericano al que se tendrán que ir aclimatando.
Hágalo luego, querrá decir que lo haga ¡ya!, ahora mismo y no dentro de un rato La guagua no es un transporte público de las Islas Canarias, sino una criatura de pechoLas papas se han aferrado a su raíz de origen y no se avienen a ser patatas y no se mondan, sino que se pelan Y la tortilla es un amasijo de harina y agua cocida al rescoldo, que nunca supo de la existencia del huevo
El desembarco en tierra chilena, entre vítores y cánticos, empieza de dulce y de agraz. De agraz, la larga cola que deben hacer para pasar por el puesto de vacunación. De dulce, la cantarina voz de las enfermeras que van repitiendo: “No se preocupe, disculpe, es que tenemos una epidemia de tifus y no queremos que les pase nada”.
El pueblo porteño se descolgó de los cerros para acompañar a los dos mil y pico de españoles republicanos –pico, otra palabra cuyo uso aprenderían a restringir los recién llegados- hasta la Estación Puerto para abordar el tren que los llevaría hasta Santiago. Poco más de trescientos metros que se recorrieron entre aclamaciones –Viva la República, No Pasarán, etc.- y estrofas descabaladas del Ejercito del Ebro Rumba la rumba la rumbabá, Si me quieres escribir ya sabes mi paradero, Que culpa tiene el tomate, Ay Carmela, ay Carmela ….. y Si los curas y frailes supieran ….
La distancia que separaba entonces al puerto de Valparaíso de la capital, Santiago, era de aproximadamente 160 kilómetros y, en aquella época, cuando aún se podía hacer ese trayecto en tren, el tiempo de viaje consumía algo más de 4 horas. El viaje de los rojos del Winnipeg marcó un record: tardó casi diez horas.
No se, nunca he averiguado en realidad, como aquello se organizó para no generar un colapso ferroviario o si, quizás, no se organizó y el tráfico ferroviario colapsó y, simple y solidariamente, nadie reclamó nada. La realidad es que el tren fue parando, no sólo en todas y cada una de las estaciones del trayecto, sino cada vez que un grupo de pobladores, de obreros o de campesinos de Quilpué, de Peña Blanca, de Olmué, de La Cruz, de San Pedro, etc., etc., etc. se acercaba al tren enarbolando banderas, ofreciendo agua fresca, vino de la tierra, pan amasado, paltitas maduras, duraznitos jugosos o arrollado casero, mientras encumbraban a sus niños para que besaran a los camaradas españoles. La Nueva España, Santiago del Nuevo Extremo, ese país estrechito del Sur del Sur que se escurría por el mapamundi abajo, los recibía con los brazos abiertos y los invitaba a compartir su pobreza. No tenían casi nada, pero se la ofrecían, calientita, envuelta en un paño de crea blanca.
Tras diez horas de extenuante trayecto, el 3 de septiembre de 1939 al atardecer, llegaron a la Estación Mapocho y fueron recibidos en olor de multitud. La historia de esa Estación de Trenes sólo guarda recuerdo de dos acontecimientos tan masivos: la llegada de Jorge Negrete–órale pues, mi mariachi- y la de los españoles del Winnipeg.
El lunes 5 de septiembre de 1939 comenzaba una nueva singladura; la de empezar a volver a vivir. Entre tanto, el Winnipeg se aprestaba a dejar Valparaíso. Ese útero de acero, desportillado y a mal traer, que alimentó tantas esperanzas, permaneció bajo bandera francesa hasta 1941, fecha en que fue capturado per el balandro holandés HNMS Van Kinsbergen (U 93) en el mar Caribe, en el trayecto Casablanca – Guadalupe y, remolcado a Puerto España en Trinidad. En 1942 fue confiscado por el gobierno británico y renombrado como Winnipeg II. El 22 de octubre de 1942 el Winnipeg II fue hundido por el submarino alemán U433.